martes, enero 27, 2004

La muerte...

Puede polemizarse sobre el asunto, pero yo creo que las más depuradas cotas de creatividad las alcanza el hombre al borde de la claudicación, cuando su extrema pobreza lo hace moralmente libre y de madrugada el cansancio tanto se parece a la entereza. Alguien me dijo de copas por ahí que los ojos de una mujer alcanzan su máxima nobleza cuando en su mirada coinciden a partes iguales el brillo del daiquiri y la luz de la codicia.
Es la inminencia del ostracismo lo que desata el talento humano del mismo modo que desata la valentía el miedo. Una amiga me dijo no hace mucho: "Me siento vieja y cansada. Es como si hubiese rebasado un par de años mi futuro. Visto así, mi vida tendría que ser una tragedia. Pero no lo es. La inminencia de la debacle hace que respires con alivio. A fin de cuentas, al borde de la autodestrucción incluso una mujer con mi orgullo, reconoce lo agradable que resulta vivir sin que tengas que fingir la hipocresía".
Del soberbio relámpago de la fatalidad saben mucho los enfermos terminales. Al borde de la muerte, me confesó una madrugada un amigo mio "Siempre fui un tipo elegante y procuro mantener ciertas cotas de buen aspecto, incluso en los momentos de mayor abatimiento. Pero reconozco que en mis circunstancias, muchos hombres son felices porque saben que lo importante cada día es salir del paso sin romperse mucho la cabeza, conscientes de que se trata únicamente de elegir la ropa para el sepelio". Una madrugada en la que de las copas lo que nos hacía daño no era la ginebra, sino los recuerdos. Aquella noche miré a mi amigo y le dije: "Es al borde de la muerte donde surge la autenticidad del hombre, justo cuando la oscuridad es irreversible y descubres que lo único importante del menú es la mujer que te acompaña y la posibilidad de vomitar caliente el hielo cuando te hayas quedado solo en el catre en el que empieza a garrapiñarse el rocío de la muerte".
A mi amigo lo hospitalizó un jodido cáncer de laringe. Muchas noches le preguntó por mí a una conocida, nuestra hada cooperativa. Nunca acudí a visitarlo. Rehusó la cirugía que podría haberle alargado la vida. No habría resistido en un mundo ruidoso en el que se viese obligado a hablar por las branquias, como un abadejo. Prefirió morirse a conciencia, reservándose la voz necesaria para pedir una copa cuando por su tumba pase por pura casualidad un andén del Metro de Londres. En la olvidadiza Coruña no le dieron su nombre a ninguna calle. ¡Allá ellos! Seguro que eso le trae sin cuidado. Una mariposa puede volar en el aire de una duna. Y me buen amigo era la clase de hombre que se conformaba con que le pusiesen su nombre a su cadáver.

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