sábado, enero 17, 2004

Television II

Cuando nacieron las televisiones privadas, los más optimistas auguraban la elevación del techo cultural de los españoles. Presentían grandes películas, soberbios espectáculos musicales, rabioso teatro de vanguardia, luminosos debates en profundidad y luego resultó todo lo contrario. Esperábamos a O Neill y nos encontramos a Jaimito Borromeo. Nos prometieron a Joyce y nos trajeron a Belén Esteban. ¡Maldito chasco! ¡Malditos hijos de perra! Prometieron que elevarían nuestra cultura y lo único que conseguimos fue a Loles León, ese fenómeno de la chacinería clínica que con sus intervenciones nos demuestra que en su bajeza, el ser humano puede subir la cintura por encima de las cejas. Esperábamos los prodigios de la libertad, ¡Dios santo!, soñábamos que nos sacarían de la cárcel, y ahora nos encontramos con la terrible sensación de que en realidad sólo nos cambiaron de celda. La televisión privada fue como si huyendo de la muerte en medio de la terrible oscuridad, la única luz por la que orientarnos fuesen los chispazos de la silla eléctrica.
Está claro que la difusión de la televisión privada es una infame manera de estropear el aire. Y que es ahí donde el Estado tendría que tomar cartas en el asunto. La televisión es un medio de comunicación del mismo rango que la aviación y la malaria. La Administración no dudaría en retirarle la licencia a una compañía aérea que volase con vagones de la Renfe. Las difusoras de televisión son propietarias de sus medios tecnológicos y humanos, pero sólo son inquilinos del aire. El pueblo puede entender la contaminación hertziana pero no puede aceptar que los operadores de televisión le metan al aire la peste porcina.
En realidad, la televisión es un aparato que solo merece la pena encenderlo durante los apagónes

No hay comentarios: