jueves, enero 22, 2004

Nocturnidad

A varios amigos míos que llevaban años volcados en la vida nocturna y disipada, les paró los pies la conciencia. Otros, con menos suerte, cambiaron de hábitos tan pronto su novia les encontró en la solapa un pelo malo de explicar. Ninguno de ellos es mi caso. De mi disparatada vida nocturna no me retirarán ni la conciencia ni un pelo en la solapa. He resistido copas e intemperie, infinitas noches sin ir a cama, meses enteros entregado en cuerpo y alma a los excesos de la carne. Mi primer coche se lo regalé a un chatarrero, pero con su historial, podría haber hecho negocio vendiéndoselo como caza al carnicero. Mi viejo ibiza tenía tantos pelos en la tapicería, que con algo de dedicación podría haberle enseñado a aullar en las curvas. Raras veces lo llevaba a limpiar, pero recuerdo que la última vez que acudí con él al túnel de lavado, el chaval del garaje me sugirió que en adelante, para aspirar la tapicería sería mejor que le llevase el coche a un peluquero.
No, no será tampoco la conciencia lo que me cambie. Mi vida licenciosa es lo mejor que le ocurrió a una mujer que conocí . Hasta coincidir de madrugada conmigo, ella sólo había sudado al tomar juntos el sol y la sopa. Me reconoció que al final de nuestra primera noche de jarana, había descubierto que el orgasmo no era un molusco. Las posibilidades del placer aumentan a medida que uno se desprende de viejos prejuicios culturales o morales. Una amiga mía aprovechó mi presencia en cama para convencerse de que la boca no servía sólo para disculparse por tenerla. "Tenías toda la razón, cielo, cuando me dijiste que el tope en el sexo no lo pone la conciencia, sino el lumbago". Mi vieja amiga llevaba seis años casada con un tipo del que se divorció y del que recuerda que en cama hacía menos ruido que el despertador. Aquel tipo no daba juego, no gesticulaba, no tenía en el cuerpo más posturas que las necesarias para morir. Era como ver un pájaro volando al vacío.
No me detendrán la conciencia ni un pelo en la solapa, pero llevo una temporada dándole vueltas en la cabeza a la idea de cambiar de vida. He recibido un aviso. Nada teológico ni sobrenatural, ni la vocecita dormida de la lejana conciencia adolescente. No ha sido Dios, sino el intestino. Mi mala vida amenaza mi mala reputación. Un amigo médico me recomendó hábitos más moderados y diurnos. Un colega de copas me dice que mis dolores intestinales son un reflejo tardío de mis pecados. No entré en polémica pero disiento. Es cierto que Dios genera remordimientos pero dudo mucho que produzca gases...

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